Este verano he dado, una vez más, con mis huesos en las playas de Benidorm. Al igual que lo han hecho millares de personas ocupadas que han establecido con Benidorm su cita anual de vacaciones. Una de tantas localidades que en el verano cambia su fisonomía habitual.
Atraídos por la benignidad de su clima en invierno, numerosos colectivos de personas mayores de todo origen y condición encuentran en Benidorm un refugio al abrigo de los rigores invernales. El calor del verano provoca, en cambio, su éxodo hacia sus lugares de origen. Es la trashumancia de personas que caracteriza a esta época.
Benidorm en el verano es básico y esencialmente cálido. Son días de luz casi infinita y sol inclemente de levante a ocaso. Las noches en cambio, envueltas a veces en vapores etílicos y humos de otras hierbas, se hacen especialmente sensuales.
Hablar de Benidorm en el verano es hacerlo de playas repletas de gentes expuestas al sol. Y también de trileros que a la caza del guiri esperan en el verano hacer su peculiar agosto. Es contemplar un ir y venir de familias y personas con torso enrojecido por el sol y olor a aftersun en tránsito hacia ninguna parte.
Decir Benidorm en verano es hablar de vacaciones, de arroces y paellas, de sangría, de descanso a pierna suelta, de buenos propósitos que el otoño acabará por cercenar.
Pero la vida en Benidorm, aunque lo diga Julio Iglesias, no sigue siendo igual. La crisis económica ha dejado huella. Los carteles que hace tan solo unos años ofertaban empleo están desaparecidos. Hoy lo que se oferta son pisos, apartamentos y locales comerciales. Hay quien dice, sin embargo, que como destino turístico ha sabido, mejor que otros, soportar los embates de la crisis.
En todo caso, al turismo de sol y playa siempre nos quedará Benidorm.
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